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Informe al Octavo Congreso Nacional del PSI (EE.UU .)

El socialismo, la historia y la defensa de los derechos democráticos

Publicamos el informe al Octavo Congreso del Partido Socialista por la Igualdad (EE.UU.) presentado por Tom Mackaman. El congreso se celebró del 4 al 9 de agosto de 2024. En él se aprobaron por unanimidad dos resoluciones: “Las elecciones estadounidenses de 2024 y las tareas del Partido Socialista por la Igualdad” y “¡Liberen a Bogdan Syrotiuk!”.

Deseo hablar también a favor del documento principal del Congreso, “Las elecciones estadounidenses de 2024 y las tareas del Partido Socialista por la Igualdad (Socialist Equality Party)”, y en particular su tercer punto, que dice:

En la situación mundial actual, la teoría de la revolución permanente —formulada originalmente por Trotsky tras la Revolución de 1905 en Rusia y desarrollada más a fondo en el curso de la lucha iniciada en 1923-24 contra la burocracia estalinista y su repudio nacionalista al internacionalismo marxista— sigue siendo la base teórica esencial de la estrategia revolucionaria. Trotsky insistió (1) en que en todos los países la lucha por la democracia y su defensa no podían separarse de la lucha por establecer el poder obrero y la implementación de políticas socialistas; y (2) la lucha por el socialismo se conducía sobre la base de una estrategia internacional dirigida a la movilización global de la clase obrera contra el sistema capitalista mundial.

Congress Voting Independence, de Robert Edge Pine, ca. 1784-1788

Permítanme comenzar haciendo referencia a dos aniversarios, uno muy reciente y el otro de hace dos siglos y medio.

Hace cinco años, este mes, el New York Times publicó el Proyecto 1619. Los historiadores del futuro bien podrían recordar con curiosidad que, meses antes del intento de golpe fascista de Donald Trump (que se estaba planeando abiertamente), la publicación insignia del liberalismo estadounidense desató una campaña masiva de falsificación histórica destinada a desacreditar las dos revoluciones estadounidenses (la Guerra de la Independencia y la Guerra Civil), es decir, los mismos eventos que habían creado la república y la democracia estadounidenses.

El argumento central de esa gigantesca empresa comercial y política era que 1776 no fue la “verdadera fundación” de los Estados Unidos. La verdadera fundación, afirmaba, se produjo en 1619, con la primera llegada registrada de esclavos a la Virginia colonial. El Proyecto 1619 sostuvo además que la Guerra Revolucionaria no era más que una contrarrevolución lanzada para defender la institución de la esclavitud contra los designios imperiales británicos de emancipación. En otras palabras, nunca había habido una revolución democrática en los Estados Unidos, ni la Revolución Americana ni la Guerra Civil, que, según el Proyecto, era simplemente una lucha entre hermanos racistas.

The New York Times’ 1619 Project and the Racialist Falsification of History. Editado por David North yThomas Mackaman.

Este no es el lugar para analizar nuestro trabajo en respuesta al Proyecto 1619. Pero los camaradas recordarán que fue el WSWS el que expuso y desacreditó al Times. En otras palabras, fue el elemento consciente de la clase trabajadora, y realmente nosotros solos, junto con un puñado de historiadores honestos, los que defendimos las conquistas democráticas de las dos primeras revoluciones estadounidenses. Volveré a este hecho significativo, porque forma parte histórica indispensable de una lucha aún más amplia, a la que se refiere el documento cuando menciona la Revolución Permanente: La defensa de los derechos democráticos básicos se ha vuelto inseparable de la lucha por el socialismo, no sólo en Estados Unidos, sino en todas partes.

Estoy seguro de que cada uno de nosotros comprende que no estamos reunidos aquí como individuos. Somos delegados que representan a la clase trabajadora. Nuestras deliberaciones tienen como objetivo ofrecer un programa, una perspectiva y un liderazgo revolucionarios para la clase trabajadora en el próximo período, que está preñado de posibilidades revolucionarias.

Lo que me lleva al segundo aniversario. En este día, hace 250 años, otro grupo de delegados se dirigía a través de la costa norteamericana británica hacia Filadelfia para un tipo diferente de Congreso revolucionario, el Primer Congreso Continental, que se reunió en el Carpenters Guild Hall de Filadelfia el 5 de septiembre de 1774.

La pintura “Declaración de Independencia” de John Trumbull sobre la presentación del Comité Redactor de su obra al Congreso Continental. Jefferson se encuentra en el medio, Franklin aparece a su izquierda y Adams a la derecha

El Congreso Continental se convocó en respuesta a las Leyes Intolerables o Coercitivas, como se las conoce ahora. Las leyes, aprobadas por el Parlamento durante la primera mitad de 1774, tenían como blanco a Boston, que entonces era la tercera ciudad británica más grande de Norteamérica, con apenas 15.000 habitantes. El puerto había sido el foco de agitación contra el Parlamento en los años de la Crisis Imperial, que comenzó con la oposición a la Ley del Sello en 1765 y culminó en 1773 con el Motín del Té de Boston, en el que los bostonianos habían arremetido contra el monopolio real exclusivo de la Compañía de las Indias Orientales arrojando té a las aguas del puerto.

Motín del Té de Boston, 1773

En represalia, el Parlamento, con el consentimiento del rey Jorge III, impuso la Ley del Puerto de Boston, la Ley del Gobierno de Massachusetts, la Ley de Administración de Justicia, la Ley de Acuartelamiento y, aunque de un origen algo diferente, la Ley de Quebec. La primera impuso un bloqueo al puerto de Boston. La segunda eliminó a los organismos representativos locales. La tercera dio al gobernador real de Massachusetts la prerrogativa de trasladar los juicios con jurado a Gran Bretaña para una administración más eficiente de la justicia del rey. La Ley de Acuartelamiento se aplicó a todas las colonias e impuso nuevos requisitos para el alojamiento del odiado ejército permanente. La Ley de Quebec extendió el territorio de Quebec hasta el río Ohio en el sur y señaló que el Imperio Británico tenía la intención de gobernar el vasto interior de América del Norte de la misma manera que lo había hecho la monarquía absolutista francesa antes de su derrota ante los angloamericanos en la Guerra de los Siete Años: como un dominio de autoridad real firme en el que se mantendrían la propiedad monárquica y las relaciones económicas mercantilistas, principalmente el control del comercio de pieles.

El Parlamento y el Consejo Privado esperaban hacer de Boston un ejemplo para intimidar a todos los colonos, así como a los radicales dentro de Inglaterra. La respuesta estadounidense fue sorprendente. Desde las zonas septentrionales de Nueva Inglaterra, en lo que pronto se convertiría en Vermont, hasta Georgia, en las ciudades, los pueblos y el campo, la gente se movilizó contra la autoridad real. En todas partes, los funcionarios reales observaban con asombro impotente cómo surgían nuevas formas de gobierno: comités de seguridad pública, comités de correspondencia y diversos grupos gremiales entre los artesanos y aquellos que se llamaban a sí mismos Hijos de la Libertad. Había surgido una situación de poder dual.

Fue a partir de este movimiento que se enviaron delegados a los dos Congresos Continentales, convocados en 1774 y 1775, cuyos nombres nos resultan familiares como “los Padres Fundadores”: los primos John y Samuel Adams de Massachusetts; Alexander Hamilton y John Jay de Nueva York; Benjamin Franklin y Benjamin Rush de Pensilvania; George Washington, Thomas Jefferson, Patrick Henry, George Mason y James Madison de Virginia; entre muchos otros. ¡Solo mencionar esos nombres es tener en cuenta la asombrosa decadencia que se ha dado del liderazgo de esos “representantes” a los que una vez se hizo referencia como estadistas estadounidenses!

El rey Jorge III

El Primer Congreso Continental no tomó la medida de declarar la independencia. Más bien, bajo la influencia de un bloque de miembros conservadores de las colonias del Atlántico Medio liderado por John Dickinson, afirmó en su Declaración y Resoluciones el derecho de los colonos a legislar por sí mismos como ingleses separados del Parlamento británico pero aún bajo el control del rey. Y el documento concluía autorizando una petición al rey, un acto ritual de subordinación familiar en la historia de la monarquía. Los camaradas recordarán que el evento que precipitó el estallido de la Revolución rusa de 1905 fue la petición entregada por el padre Gapon, al frente de una marcha pacífica de trabajadores en San Petersburgo el “Domingo Sangriento”, el 22 de enero, que fue respondida con ataques de sables de la caballeriza y ráfagas de fusiles por parte de la guardia del zar fuera del Palacio de Invierno, matando e hiriendo a cientos de personas.

En 1774, el rey Jorge III no estaba más dispuesto a escuchar las súplicas de súbditos insubordinados que el zar Nicolás II en 1905. El rey no podía tolerar ninguna división de la soberanía parlamentaria, a través de la cual, según la constitución británica de la época, se ejercía su poder. En cambio, el 9 de febrero de 1775, el Parlamento declaró que Massachusetts se encontraba en estado de rebelión. Bajo el mando del recién nombrado gobernador militar de la colonia, el general Sir Thomas Gage, se enviaron miles de tropas británicas más a Boston y se reforzó el bloqueo de su puerto. Al igual que los cosacos del zar, los casacas rojas del rey recibieron órdenes de utilizar la fuerza contra la resistencia.

Esto resultó ser la gota que colmó el vaso. En la teoría del contrato con el gobierno que surgió por primera vez bajo Thomas Hobbes tras la guerra civil inglesa en el siglo XVII, y que fue refinada y desarrollada por John Locke y otros pensadores de la Ilustración en el siglo XVIII, los monarcas y los gobiernos existían a través de una especie de acuerdo que había surgido de un estado de naturaleza. Las contraprestaciones de este contrato eran la lealtad y la protección: los súbditos rindieron su lealtad al rey, y a cambio el rey les concedió su protección. En el invierno de 1774 y la primavera de 1775, el rey, al enviar el ejército a Boston, retiró su protección. Los colonos luego le retiraron su lealtad. El escenario estaba listo para la revolución. Para trazar una comparación dolorosamente obvia con el presente, ¿puede alguien dudar todavía de que la clase dominante estadounidense ha retirado su protección al pueblo, en condiciones en las que permite que la pandemia de COVID-19 se propague, hasta el punto de prohibir el recuento de los enfermos y los muertos, y mientras corre ciegamente hacia el Armagedón nuclear?

No es éste el lugar para analizar las luchas que estallaron entre 1775 y 1781, salvo para señalar que la feroz respuesta británica a Boston y su negativa a aceptar cualquier compromiso provocaron un resultado mucho más radical que el que parecía preverse en fecha tan tardía como 1774. Un resultado inmediato fue la Declaración de Independencia, emitida por el Segundo Congreso Continental, con su afirmación de la igualdad humana, tan revolucionaria hoy como lo fue en 1776 en todas sus explosivas implicaciones. Otro fue el eclipse de figuras estadounidenses reformistas, como Dickinson, que habían esperado mantener a las colonias como miembros del Imperio en pie de igualdad con la madre patria. En su lugar surgieron los pensadores y agitadores revolucionarios más audaces, como Tom Paine, que deseaba declarar la guerra a todo el mundo aristocrático.

En este proceso, la Revolución estadounidense asumió el carácter de una lucha no tanto por el autogobierno, sino por quién gobernaría en casa, para tomar prestada una frase acuñada hace mucho tiempo por el historiador Carl Becker. Los estratos superiores de la sociedad colonial eran, en general, los más conectados con la autoridad real. Consiguieron sus puestos mediante dispensas monárquicas y, por lo tanto, dependían literalmente del rey. Sus diversos cargos eran tratados como una forma de propiedad, un principio aristocrático que ahora ha resurgido en los Estados Unidos con fuerza. No es de extrañar que estos aristócratas coloniales, más aquellos a los que pudieron mantener a su lado mediante vínculos de obligación personal, formaran los leales en la Guerra de la Independencia. Los leales, que probablemente representaban el 20 por ciento de la población, fueron derrotados después de una lucha feroz.

La mayoría huyó a Canadá, las Indias Occidentales Británicas y la madre patria. No pocas familias quedaron destrozadas. El único hijo sobreviviente de Benjamin Franklin, William, gobernador real de Nueva Jersey al comienzo de la guerra, siguió siendo leal, fue encarcelado en una prisión patriota (allí no recibió ninguna ayuda del ilustre padre al que había traicionado) y finalmente huyó a Inglaterra. Los dos nunca se reconciliaron. La revolución expulsó a los monárquicos y liquidó las formas de propiedad feudales y aristocráticas en las colonias: la propiedad real y aristocrática de la tierra (Pensilvania, por ejemplo, había sido una colonia propietaria de la familia Penn), la primogenitura y el mayorazgo, y la propiedad de cargos públicos.

La caída de la Bastilla, de Jean-Pierre-Louis-Laurent Houel, 1789.

Es cierto que la monarquía era débil en Estados Unidos, la periferia de lo que en Europa se consideraba “el mundo civilizado”, pero era, no obstante, una sociedad monárquica que se extendía desde el rey hacia abajo, a través de una larga cadena de dependencias y servilismo, hasta los sirvientes y esclavos contratados. Débil, sí, pero no por ello menos real. Parafraseando algo que Lenin dijo sobre Rusia en 1917, podríamos decir que en 1776, la cadena del orden feudal mundial se rompió en su eslabón más débil, Estados Unidos. Pero aun así se rompió, y pronto la tensión liberada de la cadena se disparó de vuelta al otro lado del Atlántico (y, 13 años y 10 días después para ser precisos) sobre el corazón mismo del Antiguo Régimen, cuando la Bastilla cayó en París el 14 de julio de 1789.

Y en este sentido –su papel progresista en la historia mundial– la Declaración de Independencia y la Revolución Americana superaron las limitaciones que les impuso su tiempo y hablaron a los elementos progresistas de la sociedad hasta el presente, la razón por la que Marx, en una carta a Lincoln, pudo afirmar que el destino de la Unión en la Guerra Civil “llevó el destino” de la clase obrera; y por la que Lenin pudo, en una carta de 1918 a los trabajadores americanos, llamar a la Revolución Americana “una de esas grandes guerras verdaderamente liberadoras, verdaderamente revolucionarias de las que ha habido tan pocas comparadas con la gran cantidad de guerras de conquista”.

Y es por eso que David North, al motivar la fundación del Partido Socialista por la Igualdad en 1995, pudo arraigar un nuevo e importante desarrollo del Comité Internacional de la Cuarta Internacional, en parte, en la historia revolucionaria de Estados Unidos:

La demanda de igualdad social no sólo resume el objetivo básico del movimiento socialista; también evoca las tradiciones igualitarias que están tan profundamente arraigadas en las tradiciones genuinamente democráticas y revolucionarias de los trabajadores americanos. Todas las grandes luchas sociales de la historia norteamericana han inscrito en sus banderas la exigencia de igualdad social. No es casualidad que hoy, en el ambiente de reacción política que prevalece, este ideal esté siendo atacado sin tregua.

Es cierto que la Revolución norteamericana no fue una revolución socialista, ni podía haberlo sido, limitada como estaba por las condiciones de su propia época.

Thomas Jefferson, retrato de 1791 de Charles Wilson Peale

Sin embargo, en su pensamiento más radical adoptó cierta retórica socialista que apuntaba a la riqueza arraigada y a la ideología que la sustentaba. Jefferson, escribiendo a Madison desde Francia en los agitados días de septiembre de 1789, dos meses después de haber ayudado a redactar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, escribió:

Parto de esta base, que supongo que es evidente, “que la tierra pertenece en usufructo a los vivos”: que los muertos no tienen poderes ni derechos sobre ella. La porción ocupada por un individuo deja de ser suya cuando él mismo deja de existir y revierte a la sociedad.

En ese momento no era posible discernir los orígenes de la propiedad privada, el Estado o las clases sociales, descubrimientos que aguardaron al desarrollo posterior del capitalismo y la obra de Marx y Engels medio siglo después. Sin embargo, la política y la filosofía antiaristocráticas de la Revolución llevaron en Estados Unidos a una celebración democrática del trabajo, que desde tiempos inmemoriales se había considerado la maldición de los caídos. La separación más fundamental y básica en la sociedad había sido durante mucho tiempo entre quienes trabajaban –la gran masa inculta– y quienes no lo hacían, la aristocracia. “Esta división social, esta ‘más antigua y universal de todas las divisiones del pueblo’, abrumó a todas las demás en la cultura, incluso la que separaba a los libres de los esclavos y que nos parece tan terriblemente evidente”, señala el historiador Gordon Wood.

La Revolución estadounidense montó una defensa de la propiedad contra las depredaciones imperiales que a menudo se resume de manera simplista en la frase “no hay impuestos sin representación”. Con el tiempo, esta defensa se convirtió en una defensa de todas las formas de propiedad, incluida la propiedad sobre el hombre, para los propietarios de esclavos del Sur. Y, sin embargo, la concepción común en los días de la Revolución era que la propiedad privada misma debía haberse originado a partir de un derecho aún más antiguo y original, el de la autopropiedad. Sólo a través de la aplicación del trabajo en un estado de naturaleza pudo haber surgido la riqueza, según esta temprana teoría del valor-trabajo, casualmente elaborada más famosamente en 1776, el mismo año de la Declaración, por Adam Smith en su obra La riqueza de las naciones. La esclavitud se oponía conspicuamente a este nuevo pensamiento.

Frances Trollope, autora de "Domestic Manners of the Americans"

Y en los estados del Norte, tanto la esclavitud como la servidumbre por contrato pronto desaparecieron. Tan completo fue el aspecto cultural de la revolución democrática en el Norte que la palabra 'amo', omnipresente en 1770, desapareció del uso para describir la relación social del empleo, reemplazada por la palabra 'jefe', de origen holandés. También se prohibió prácticamente la palabra “sirviente”, un hecho que dejó atónita a la viajera inglesa Frances Trollope, como relata en 1832 en su Domestic Manners of the Americans ( Las maneras domésticas de las estadounidenses ). Buscar contratar mano de obra doméstica utilizando el término “sirviente”, escribió Trollope, “es algo más que una pequeña traición a la República”. Sin duda, la otra cara de esta situación era la creciente naturalización de la explotación inherente al trabajo asalariado, oscurecida por su naturaleza aparentemente voluntaria. En realidad, los trabajadores asalariados eran, y son, apenas más libres que los esclavos para elegir no trabajar, razón por la cual los primeros militantes obreros, en un intento de movilizar a sus compañeros de trabajo, se referían a su condición como “esclavitud asalariada”. Pero eso es tema de otra discusión.

El desarrollo del Sur fue completamente distinto. En la época de la Revolución y en sus secuelas inmediatas, se pueden encontrar numerosos ejemplos de padres fundadores esclavistas que condenaron la esclavitud e incluso tomaron ciertas medidas para poner en vías de extinción lo que ellos llamaban vergonzosamente “la institución peculiar”. Pero, al ritmo de la industrialización británica, la demanda de algodón aumentó y, con ella, el valor de los esclavos. En vista de esta historia sangrienta, recordamos la observación de Balzac de que detrás de cada gran fortuna hay un crimen. Una nueva y vil aristocracia estadounidense surgió en torno a la esclavitud del algodón y de los bienes muebles en el período anterior a la guerra civil, una aristocracia que llegó a lamentar la proclamación de la igualdad humana en la Declaración de Independencia.

En el año 1848, cuando Europa ardía en una conflagración revolucionaria masiva en la que la clase obrera empezó a surgir como una fuerza social distinta (el mismo año en que Karl Marx y Friedrich Engels escribieron y publicaron El Manifiesto Comunista ), el senador John C. Calhoun, el principal defensor de la esclavitud en los Estados Unidos, pronunció un discurso en el que atacaba a Jefferson y la Declaración de Independencia. Calhoun denunció lo que llamó el “error político más falso y peligroso de todos” de la Declaración.

Continuó:

La proposición a la que aludo se ha convertido en un axioma en las mentes de una gran mayoría en ambos lados del Atlántico, y se repite a diario de lengua en lengua como una verdad establecida e incontrovertible: “Todos los hombres nacen libres e iguales”.

En 1857, George Fitzhugh, otro propagandista sureño de la esclavitud también atacó la Declaración. En su panfleto Cannibals All! Or, Slaves Without Masters (¡Todos caníbales! O, esclavos sin amos), Fitzhugh escribió:

Llegamos a la conclusión de que aproximadamente diecinueve de cada veinte individuos tienen “un derecho natural e inalienable” a ser cuidados y protegidos; a tener tutores, fideicomisarios, maridos o amos; en otras palabras, tienen un derecho natural e inalienable a ser esclavos… Libertad para unos pocos; esclavitud, en todas sus formas, para las masas”.

Bork (derecha) con el presidente Ronald Reagan en la Oficina Oval en julio de 1987

Permítanme referirme a un ataque muy similar a la Declaración, uno de cosecha más reciente. En 1996, Robert H. Bork, un candidato de extrema derecha que fracasó en su candidatura a la Corte Suprema, publicó Slouching Towards Gomorrah ( Avanzando torpemente hacia Gomorra ) , en el que se hacía eco del odio venenoso de Calhoun a la igualdad. Las “resonantes frases de la Declaración son poco útiles, de hecho pueden ser perniciosas, si se las toma, como se suele hacer, como guía para la acción, gubernamental o privada”, dijo Bork. “Las palabras acaban por llevarnos a extremos de libertad y búsqueda de la felicidad que invitan a la licencia personal y al desorden social”.

Bork se quejaba de Jefferson de que “era un hombre de la Ilustración, y la Declaración de Independencia es un documento de la Ilustración”. El ataque de Bork a la Ilustración y a la Declaración es notable por al menos dos razones. Una, porque Bork es visto comúnmente como el padrino intelectual de la conspiración en funciones contra la democracia comúnmente llamada “la mayoría de la Corte Suprema”. Y segundo, y más importante, porque David North respondió extensamente al ataque de Bork en un panfleto que señalaba, ya en 1996, que la clase trabajadora se estaba preparando para asumir el liderazgo en la defensa de los derechos democráticos: Equality, the Rights of Man and the Birth of Socialism (La igualdad, los derechos del hombre y el nacimiento del socialismo).

La Guerra Civil estadounidense, 1861-1865

Las esperanzas de que se pudiera llegar a un acuerdo con una clase dirigente como la oligarquía esclavista eran, en todo caso, más fantasiosas que las de los padres fundadores, de mentalidad reformista, que en 1774 imaginaron que se podría llegar a un acuerdo con el rey Jorge III, un déspota ilustrado según los estándares de su tiempo. Aún más fantasiosas son las oraciones de misericordia que hoy elevan personas como Bernie Sanders a la aristocracia financiera de Estados Unidos, un poder al que hay que acudir de rodillas.

Pero nunca se ha sabido de un demonio que haya rendido voluntariamente despojándose de sus garras. Para destruir la esclavitud se requirió una gran Segunda Revolución Americana, liderada por una nueva generación de líderes, figuras como Abraham Lincoln, Frederick Douglass, U.S. Grant y Thaddeus Stevens. A costa de lo que los historiadores estiman ahora en 750.000 muertos, se destruyó la esclavitud. El dominio de la economía del sur fue arrebatado del capitalismo británico al emergente capitalismo americano. Se creó el mayor mercado capitalista del mundo. La revolución democrática en los EE.UU. se completó con las Enmiendas 13, 14 y 15 durante la Reconstrucción Radical bajo Stevens, y con el aplastamiento del Ku Klux Klan por Grant durante la Reconstrucción Militar, tema de una nueva historia de Fergus Bordewich.

Los republicanos más radicales, liderados por Stevens, trataron de forjar una coalición en el Sur formada por los esclavos liberados y los blancos pobres, muchos de los cuales habían permanecido leales a la Unión durante la Guerra Civil. Stevens, condenado por sus oponentes como “nivelador”, estaba convencido de que el medio para lograrlo era la confiscación de la tierra de los traidores propietarios de las plantaciones del sur y su redistribución entre los pobres, tanto negros como blancos. Incluso había existido un precedente de una medida de ese tipo durante la guerra, en la Orden Especial de Campo 15 del general William Tecumseh Sherman, emitida a principios de 1865 y el origen del lema de entregar “40 acres y una mula” a los esclavos liberados, una demanda completamente justificada después de “doscientos cincuenta años de trabajo no compensado”, en palabras de Lincoln.

Los republicanos de Lincoln habían supervisado la mayor confiscación de propiedad privada en la historia antes de los bolcheviques de Lenin, en la forma de la liberación no compensada de los esclavos. En esto, su destrucción de la esclavitud, el Partido Republicano era un partido revolucionario. Sin embargo, el Partido Republicano también era un partido burgués. Esta parte de su naturaleza se había nutrido del asombroso desarrollo de la industria y las finanzas capitalistas durante la guerra.

Karl Marx (1818-1883)

Además, como Marx había previsto, la Guerra Civil había dado un poderoso impulso al desarrollo de la clase obrera. Escribió en El Capital:

En los Estados Unidos de Norteamérica, todo movimiento independiente de los trabajadores estuvo paralizado mientras la esclavitud desfiguró una parte de la República. El trabajo no puede emanciparse en la piel blanca donde en la negra está marcado. Pero de la muerte de la esclavitud surgió de inmediato una nueva vida. El primer fruto de la Guerra Civil fue la agitación de ocho horas que corrió con las botas de siete leguas de la locomotora desde el Atlántico hasta el Pacífico, desde Nueva Inglaterra hasta California.

En este contexto de crecientes luchas obreras en el Norte, las facciones dominantes del Partido Republicano comenzaron a temer a Stevens y sus planes de redistribución, incluido el New York Times, cuya actual defensa de la propiedad privada no es nada nuevo. En 1867, en respuesta al llamado de Stevens a la confiscación y redistribución de las tierras de la oligarquía sureña, el Times escribió:

Si el Congreso debe tomar en cuenta las reivindicaciones de los trabajadores contra el capital... no puede haber ninguna excusa decente para confinar la tarea a los esclavistas del Sur. No es una cuestión de humanidad ni de lealtad, sino de la relación fundamental de la industria con el capital; y tarde o temprano, si se comienza en el Sur, se abrirá camino hacia las ciudades del Norte... Un intento de justificar la confiscación de tierras sureñas bajo el pretexto de hacer justicia a los libertos ataca la raíz de todos los derechos de propiedad en ambas secciones. Afecta a Massachusetts tanto como a Mississippi.

Lo que quedó de radical en el Partido Republicano no sobrevivió a la década de 1870. Stevens murió en 1868, “una emancipación del Partido Republicano”, dijo el conservador James G. Blaine. Luego vino la Comuna de París de 1871, que aterrorizó a una clase capitalista norteamericana que se estaba enriqueciendo rápidamente a expensas de una clase trabajadora en crecimiento. El Times admitió que la Comuna reveló la fuerza explosiva que yacía

debajo de cada gran ciudad –no tan fácil de explotar en Estados Unidos como en Europa– pero existente con todos sus elementos terribles incluso aquí… la multitud trabajadora, ignorante y empobrecida, que exigía una parte igual de la riqueza de los ricos.

Estos temores estaban justificados. Un año después de que los norteamericanos celebraran el centenario del país en 1876, la lucha de clases golpeó a los propios Estados Unidos con tremenda fuerza en “el Gran Levantamiento”, una huelga masiva de trabajadores ferroviarios, paros solidarios y huelgas generales que se extendieron por todo el país –y que se produjo, no por casualidad, el mismo año en que la Reconstrucción en el Sur llegó a su fin–. Al mismo tiempo, el capitalismo estadounidense había desatado una guerra que duró tres décadas para desplazar a los indios de las llanuras, que no podían aceptar la idea de la propiedad privada de que la tierra, a diferencia del aire y el agua, es enajenable. “Mi razón me enseña que la tierra no se puede vender”, dijo el jefe Black Hawk. “No se puede vender nada, excepto lo que se puede transportar”.

The Rise and Fall of the Second American Republic: Reconstruction, 1860-1920, Reconstruction: America's Unfinished Revolution, 1862-1877, How the South won the Civil War

Aquí permítanme señalar un desacuerdo fundamental con gran parte de los escritos históricos sobre este período, que, creo que podría demostrarse, se remonta a las concepciones estalinistas de la historia estadounidense promovidas a principios de la década de 1930. Eric Foner, el principal estudioso de la Reconstrucción, llama al período 'la revolución inacabada de Estados Unidos'. Un libro más reciente, que actualmente se está promocionando intensamente, es The Rise and Fall of the Second American Republic: Reconstruction, 1860-1920 ( El ascenso y la caída de la Segunda República estadounidense: la reconstrucción, 1860-1920 ) de Manish Sinha, en el que el autor sostiene que la Reconstrucción duró hasta la administración de Wilson, momento en el que se derrumbó junto con la República. Otra versión de esta tesis proviene de Heather Cox Richardson, de la Universidad de Yale, quien recientemente realizó una entrevista aduladora con el secretario de Estado Antony Blinken. Richardson es uno de los primeros precursores de la idea, hoy tan común, de que el Sur ganó la Guerra Civil. Tonterías. La clase esclavista sureña, como clase, fue liquidada. Fue la clase dominante estadounidense en su conjunto la que giró bruscamente hacia la derecha después de la Reconstrucción, un giro que implicó la sustitución en el Sur de los restos de la antigua aristocracia borbónica.

Parafraseando a Trotsky, detrás de esas vagas categorizaciones históricas como “revolución incompleta” se esconde un pronóstico político. Si Estados Unidos ni siquiera completó su revolución democrática, ¿cómo podemos hablar de una revolución socialista? Lo máximo que se puede esperar es ejercer presión sobre la parte de la clase dominante considerada más progresista… o menos fascista, por así decirlo. Ésta es, por supuesto, la posición básica de la pseudoizquierda estadounidense, lo que explica el espectáculo completamente degradado (de hecho, poco diferente de una petición al zar) de la pseudoizquierda llamando a los jóvenes a apelar a la heredera al trono, Kamala Harris, para detener el genocidio en Gaza. Por desgracia, las súplicas autodegradantes de la pseudoizquierda a los lores y damas del Partido Demócrata caen en oídos sordos.

La teoría de la revolución permanente no pretende que nunca haya habido una revolución democrático-burguesa en los Estados Unidos o Francia. Y no insinúa, como hicieron los retrógrados de la Segunda Guerra Mundial, que el ascenso del fascismo convirtió al socialismo en una panacea y que lo máximo que se podía esperar era una nueva lucha por la “liberación nacional” que involucrara a “todas las clases y estratos”, “básicamente equivalente a una revolución democrática”, un tema que el camarada North aborda en The Heritage We Defend ( La Herencia que defendemos ) y que el camarada Joe Kishore abordó en su importante conferencia en la escuela de verano del SEP el año pasado.

Volviendo al tema de la Reconstrucción, fue en esos años cuando el socialismo también surgió por primera vez como una perspectiva política distinta entre los trabajadores estadounidenses. La lucha por construir el socialismo en el corazón del capitalismo durante los 150 años transcurridos desde entonces no ha sido fácil: es una lucha llena de héroes y mártires, victorias, derrotas y mucho aprendizaje. Las condiciones peculiares del desarrollo del capitalismo norteamericano dieron como resultado, como sabemos, el surgimiento de la burguesía más rica del mundo y del Estado imperialista más poderoso, así como del oponente más despiadado de la clase obrera. Esas mismas condiciones también crearon una vasta clase media, que en su día estuvo arraigada entre los pequeños agricultores, tenderos y artesanos, y más tarde entre los profesionales de cuello blanco, que mantuvo la apariencia de cierta independencia respecto de la política burguesa. Presionada por los capitalistas desde arriba y próxima a la clase obrera en sus capas más bajas, esa clase media proporcionó la base social del radicalismo norteamericano en sus múltiples formas (abolicionismo, populismo, progresismo, los diversos movimientos por los derechos civiles y contra la guerra) y, como explicó el camarada North en una serie de artículos en los años setenta, la variante claramente norteamericana de la filosofía del pragmatismo. Una gran parte de la lucha por el socialismo en Estados Unidos ha consistido en liberar a la clase obrera de la tutela de esa clase media.

Pero la burguesía más rica del mundo está ahora en bancarrota, financieramente y, me apresuro a añadir, moralmente. Y no queda nada que hablar de una clase media independiente. Los que están por debajo del nivel de los muy ricos, en el 5 o 10 por ciento superior de los hogares más ricos —de los cuales los componentes críticos están formados por los académicos con más experiencia y la burocracia laboral— son esa capa que proporciona la 'base' política real de los dos principales partidos capitalistas y sus falsos satélites 'terceros'. Celosos del 1 por ciento superior y entre sí, viven, no obstante, en un estado de dependencia de sus señores, como lo hicieron sus antecesores leales hace 250 años. En estas capas sociales y sus diversas formaciones ideológicas no existe una sola tendencia que pueda afirmar honestamente que defiende los derechos democráticos, y mucho menos hablar en nombre de la clase trabajadora. En las elecciones de 2024, solo la campaña del PSI de Joe Kishore y Jerry White puede hacer tal afirmación.

En el lapso más largo de la historia estadounidense, el año pasado llegamos a un cierto punto de inflexión. O, dicho en términos dialécticos, la erosión cuantitativa de las normas democráticas durante las últimas décadas (necesaria para librar guerras imperialistas y defender niveles de acumulación de riqueza que eclipsaron a los antiguos aristócratas y esclavistas) ha dado lugar a un cambio cualitativo, un proceso que Tom Carter analizará en su informe.

(Artículo publicado originalmente en inglés el 23 de agosto de 2024)

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